domingo, 18 de abril de 2010

Volando voy, volando vengo


Tengo que confesarlo, soy un poco paranoico y más cuando me dispongo a coger un avión. Mi último viaje a Nicaragua, del que hablaré próximamente, me ha recordado esas paranoias. No sé a qué se deben, ni de donde vendrán pero es sentarme en mi asiento, mientras en un vídeo una azafata virtual te hace el recordatorio de lo que debes tener en cuenta en caso de incidente, que no de accidente, porque en ese caso no sobrevive ni Dios. Que mi cabeza comienza a discurrir locas ideas como la de cómo serían los titulares de los periódicos al día siguiente, al imaginario accidente del avión en el que viajo. Veis porque os digo que soy algo paranoico. Lo bueno es que una vez se disipan esos pequeños miedos es cuando me distraigo observando con detenimiento a esos fósiles vivientes que son las azafatas/os y los pilotos de avión.

El viajar solo puede ser a primera vista aburrido, pero para un observador como yo –prefiero observador a voyeur- no se lleva tan mal. El caso es que en éstos vuelos me dedique a hacer de arqueólogo-antropólogo amateur.

Antes cuando éramos niños y nos preguntaban que queríamos ser de mayor hablábamos de astronauta, piloto, azafata o millonario que decía algún listo. Sin embargo si me preguntaran ahora creo que diría funcionario, tertuliano de televisión, abogado de concejal de urbanismo o algo por el estilo, pero jamás de los jamases diría azafato o piloto. ¿Qué ha pasado con esa profesión otrora ideal para que la hayamos defenestrado?

Sin duda ninguna en aquella época en la que lo más lejos que uno podía llegar a viajar era a casa del tío el del pueblo. La perspectiva de montar en avión a un destino diferente cada día se planteaba muy tentadora. Eso sumado a que te encasquetaban un uniforme que entonces te parecía la mar de molón y que creías qué harías turismo como un japonés con cámara nueva día sí, día también. Ponía la opción de trabajar para una aerolínea en la parrilla de salida de tu carrera profesional. Pero la realidad a día de hoy es bien distinta y si no viajar para comprobarlo.

Sinceramente creo que hay una generación de engañados montados en aviones. Vale que los pilotos ganan una pasta, cosa que no creo que sea igual para el resto de miembros de la tripulación. Pero por mucho dinero que amasen, que te hagan desfilar por los aeropuertos del mundo con un disfraz de almirante de la flota Rusa de Vladivostok, no hay nada que lo compense. Al menos a eso me recodaban los pilotos de mi vuelo con Delta. Y las azafatas… Qué decir de ellas. Sin duda ninguna son de esa generación que aún pensaba que dormir cada noche en un hotel era guay. Porque si algo queda claro al verlas es que, al menos Delta, tiene menos cantera que el Real Madrid. Vamos que la más joven y guapa era la actriz que hacía de azafata y que aparecía en la pantalla táctil que tenía delante. De las otras lo único que recuerdo era como me golpeaban sus culos cuando pasaban por mi lado. Es lo que tiene escoger pasillo en clase turista. Que si no quieres ver nubes y sentirte más enlatado que una sardina tienes que sufrir esos amortiguados encontronazos.

Y ahora que hablo de la clase turista creo que se le debería cambiar el nombre por la de clase conejito. Porque uno llega a pensar que está metido en algún tipo de experimento científico. Vale, que has pagado menos que los potentados de primera clase, pero hay necesidad de tenernos volando de noche con las luces encendidas cuando toda la primera clase está en la más profunda oscuridad de su habitáculo y de sus sueños. Joder, que hacía rato suficiente que ya nos habían dado de comer el alpiste, y habían bajado la temperatura lo bastante como para crionizar nuestros cuerpos. ¿Qué más querían? Acaso iban a soltar una serpiente en el avión o pensaban ponernos toda la saga de cine catastrófico de Aeropuerto 75, 77, 78 y 80. En fin, no me quejaré tanto que lo importante es que llegué sano y salvo, y al día siguiente pude leer los titulares de ese accidente continuo que es la prensa española.

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