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La España profunda no es lo que era, ni tampoco lo son los españolitos que la habitan.
Muchas veces uno se avergüenza de lo gilipollas que podemos llegar a ser los españoles, entre otras cosas, por ese sentimiento extendido de creernos lo mejor que ha parido madre. Parece que somos los más simpáticos, los que mejor vivimos, tenemos un clima cojonudo, comemos de la ostia, somos los más espabilados (los Europeos es que son tontos del culo), por supuesto somos los que más polvos pegamos y los que la tenemos más larga. A mi éstas cosas de verdad que me ponen malo y sería peor si no fuera por que, afortunadamente, creo que si que tenemos cosas realmente buenas. No voy a calentaros la cabeza con rollos históricos de la evolución del país ni nada de eso, pero de verdad que creo que a nivel social, entre otras muchas cosas, en apenas unas décadas de democracia hemos crecido a mejor y lo más significativo es que lo hemos hecho a un ritmo que ya le gustaría al resto del mundo. También debo decir, que del mismo modo que me quejo de ciertas actitudes “españolistas”, también me encabronan aquellos que dicen eso de que “Europa empieza en los Pirineos”.
Prueba de esas cosas buenas a las que me refería son hechos que se producen de vez en cuando y que me alucinan y me hacen sentir satisfecho de la capacidad que tenemos para adaptarnos a los cambios, ser más tolerantes y acabar con los viejos tabúes que tanto nos han perseguido.
Yo estaba acostumbrado a oír hablar de de la España profunda, siempre en relación con terribles crímenes, sucesos de lo más escabrosos o historias de inspiración casi medieval. Quizás por desconocimiento o por que, que yo sepa, no hay una guía turística de la misma, la situaba en una zona rural, preferiblemente del centro, oeste o sur del país y me quedaba tan pancho. Entonces, cuando un día escucho una noticia referida a un pueblo de la provincia de Ciudad Real, inmediatamente pensé en la España profundísima. Esa de la que tanto eco se ha hecho siempre la prensa para vendernos ese lado oscuro y oculto donde la razón y el sentido parecen perderse en el camino. Pero que ocurre, que en este caso no hay crimen, no hay suceso escabroso ni historias de viejas rencillas vecinales por cuentas del pasado. No, se trata de un tema de la mayor actualidad, pero qué, como las historias de la vieja España, tiene los ingredientes adecuados para aparecer en los diarios de sucesos. Un sacerdote, la Iglesia a la que pertenece, una hermandad religiosa, y una mujer expulsada de la misma por la Iglesia al hacer oficial lo que era un hecho muy probablemente conocido por todo el pueblo. ¿Cuál ha sido pues aquí el crimen? Ni más ni menos que casarse, como la ley le permite. Casarse con su pareja, otra mujer con la que mantenía una relación estable de muchos años.
Lo llamativo de esta historia y lo que de verdad me ha hecho fijarme en ella no ha sido el papel de la iglesia, de la que creo que no es necesario decir nada más. Ha sido la actitud del pueblo que sorprendentemente no ha preparado la hoguera, ha encendido las antorchas, ni se ha lanzado a un linchamiento de la hereje, como quizás hubiera hecho en otra época. Todo lo contrario (si es que no nos engañan los medios), la actitud de los vecinos de esta mujer expulsada de la hermandad religiosa a la que pertenecía, ha sido la de volcarse en apoyo y solidaridad de su vecina.
Realmente estas cosas son las que a uno le hacen pensar que a pesar de la estupidez de algunos, hay otros, una mayoría, que realmente sabe y aplica lo que es justo y demuestran así esa solidaridad que no nos hace mejores, sino iguales.
viernes, 11 de abril de 2008
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